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Me llené la cabeza de porquerías. Es lo que me ofrecía el mundo en esos momentos y yo lo aproveché. Y aprendí todo lo que miré, todo lo que recepté, todo lo que me pude meter en mi cerebro. Si me preguntan hoy, confieso que fue la peor forma de aprender. Tal vez debí decantarme por los libros, pero a un niño qué le pueden importar los textos. Ni siquiera iba a entender las extensiones de varios capítulos sin sentido, porque no tenía la preparación para descifrar el mensaje escondido, ni siquiera tenía quién me lo explicara.
Mis primos aprendieron de una manera distinta a la mía. Pues tenían papás, quienes les enseñaban y se preocupaban por su educación. Tenían horarios para ver la televisión. Para poder ver sus programas favoritos, primero tenían que estudiar, realizar sus deberes y luego unos que otros consejos de sus padres en la merienda y así obtenían el premio. Todas las noches, antes de dormir, sus padres les leían fabulas con moralejas para que aprendieran cosas buenas, para que al llegar a ser grandes se convirtieran en profesionales de éxito. No obstante, las falsas palabras nunca dan frutos.