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Pese a esta defensa de la teoría económica, muchos consumidores siguen sintiendo que las empresas tienen ventajas sobre ellos. Akerlof y Shiller proponen entonces un argumento sutil para dar cuenta de esta sensación generalizada. Comencemos por remarcar que, durante las últimas tres o cuatro décadas, miles de experimentos han revelado una alarmante ausencia de racionalidad en las decisiones económicas de los individuos. Por supuesto que no nos equivocamos comprando dos kilos de palta cuando en realidad queríamos gastar ese dinero yendo al cine, pero cuando se trata de elecciones no tan obvias podemos pifiar y mucho.

Los individuos solemos tomar decisiones solos, en caliente y con información bastante limitada. Además, caemos usualmente presos de una excesiva confianza en nosotros mismos, que nos compele a creer que siempre tomaremos la decisión correcta. También solemos hacer mal las cuentas, especialmente las que involucran al futuro, como cuando compramos en cuotas porque nos parece barato, pero luego durante 50 meses seguimos sufriendo pagos cada vez más insoportables, y deseamos terminar cuanto antes con esta eterna obligación. En relación a las empresas que nos venden, un sesgo de racionalidad importante de las familias es su sensibilidad a las señales no siempre honestas de las firmas, como la publicidad engañosa, el orden en que se presentan las opciones de compra o la forma en que se exhibe la información sobre los productos y servicios que se ofrecen.

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