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BOX 2: PREFERENCIAS EXTRAVAGANTES

En la teoría económica del consumidor tradicional, para identificar qué es lo que realmente desea un individuo, se suele recurrir a la llamada teoría de la preferencia revelada. Básicamente, se observan las decisiones individuales en el mercado y en base a ellas se construyen los deseos, que se organizan a través de la “función de utilidad”. El problema con esta aproximación es que, si nuestras decisiones individuales están sesgadas, las preferencias que estas decisiones revelan son en realidad un concepto borroso e incongruente. De los típicos fallos que cometemos en la aplicación de las preferencias, nuestra historia preferida es la siguiente (si es que realmente la preferimos). Entra una señorita a un bar y pide un café, pero la máquina está averiada y no es posible servirlo. Entonces pide una gaseosa de bajas calorías, pero el mozo le explica que ese bar solo vende bebidas azucaradas. Finalmente pide una botella de agua. Cuando se la están por servir, le avisan que la máquina ya fue reparada y que enseguida le traerán el café. Pero entonces la señorita le comenta al mozo: “está bien, igual tomaré el agua”. Esta historia, perfectamente natural para nuestros oídos, revela sin embargo una flagrante violación del orden transitivo de las preferencias. No parece muy racional que digamos preferir café a gaseosa, gaseosa a agua, y agua a café…

Un sesgo adicional preocupante es que no solemos reconocer nuestros errores. Todos intentamos racionalizar nuestras creencias y convencer a nuestra audiencia de que nuestras preferencias son estrictamente racionales. Si nuestro entorno es indulgente y educado, pocos se animarán a señalar la estupidez de habernos teñido el pelo de ese color, o de habernos tatuado el nombre de nuestra ex-novia en la frente, o de haber ido a ese recital de un viejo grupo de rock gastado y desafinado, que se vuelve a reunir décadas después de su último concierto. Nuestros amigos aceptarán gentilmente todo nuestro bagaje de argumentos falaces, inconsistentes o irrelevantes, con el único fin de no hacernos cargar con la culpa de haber tomado una decisión equivocada. Pero cuando sometemos esas elecciones a fino escrutinio, nuestro edificio coherente de preferencias bien puede derrumbarse.

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