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Sin abrirla, la guardó en su bolsillo y desde ese día el niño del tren dejó de correr.

LA MANZANA


El bebé no paraba de llorar. El recinto de piedra, silencioso y frío, se veía agitado esa madrugada por la irrupción de ese nuevo visitante.

En la penumbra se veían pasar sombras como fantasmas por los oscuros corredores. Iban y venían de prisa. Los menesteres cotidianos se vieron alterados. Pese al movimiento continuo y la urgencia que se denotaba en aquellas fantasmagóricas figuras, el claustro solo era perturbado por el llanto.

De repente, la criatura se silenció. Todo se paralizó. En el corredor se veía una figura grande, gruesa. Caminaba lenta y pesadamente. Parecía que la cría hubiese percibido su presencia. Era atemorizante.

Se detuvo al final del corredor, y abrió la puerta desde la cual se advertía una luz mortecina. No pasó mucho tiempo dentro, 15 minutos tal vez; luego salió con la misma tranquilidad y desapareció.

Todo el lugar denotaba la necesidad de adoración. Algunos frescos asomaban irreverentemente desafiando el tiempo de los gruesos muros.

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