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No había nadie. Una de las dos tiendas estaba cerrada, con un cartel en el escaparate que se había ido borrando por la luz solar hasta quedar ilegible. Slim entró en la otra, a través de una puerta medio bloqueada por una gabardina verde tirada en el suelo y encontrándose en un cuarto largo y apretado lo suficientemente estrecho como poder alcanzar simultáneamente las paredes de ambos lados por encima de las estanterías. Aparte de un estante bien provisto de botellas de dos litros de agua mineral, la tienda tenía poca cosa. Slim tomó una lata de alubias, le dio la vuelta y vio que su consumición preferente se había sobrepasado en dos meses. Lo mismo pasaba con un paquete de pasta deshidratada, mientras una barra de pan de cereales en una cesta al lado de la caja estaba dura, según pudo apreciar al tocarla con el dedo.
—¿Puedo ayudarlo?
Slim, pasando un dedo por el polvo del mostrador, dio un respingo al oír la voz. Venía de abajo. Se inclinó sobre el mostrador y encontró a un niño con pantalones cortos sentado en el suelo con las piernas cruzadas y una consola de juegos en las manos parpadeando en el espacio entre sus piernas. El niño no llevaba zapatos ni calcetines y una camiseta de un color azul desvaído mostraba una piel pálida a través de agujeros de polilla en los hombros.