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—Um… buscaba periódicos —dijo Slim, escogiendo lo primero que se le vino a la cabeza.
El niño puso los ojos en blanco como si eso fuera algo absurdo. Miró un momento a su videojuego y luego, como si se diera cuenta de que la conversación no había acabado, miró hacia arriba y dijo:
—¿Hay alguno que quiera pedir? Puedo preguntarle a mamá.
—¿Dónde está tu madre?
El niño no le miró.
—En la trastienda.
—¿Qué hace?
—Yo qué sé.
La conversación se iba volviendo inútil, así que Slim tomó un paquete de pasta de una estantería y lo dejó sin ceremonias sobre el mostrador.
—Me llevo esto, por favor.
El niño se puso en acción, poniéndose en pie y gritando:
—¡Mamá! —A través de una cortina que cubría la entrada al interior.
El chirrido de los muelles de un viejo sofá, el arrastre de las zapatillas sobre el linóleo y un largo suspiro anunciaron a la señora de la casa antes de cruzar la cortina. Vio la pasta antes de ver a Slim, empujó a lo alto de su nariz sus gruesas gafas y luego miró hacia arriba.
Cualquier atractivo de juventud que pudiera haber tenido había desaparecido con el paso del tiempo. Un cuerpo grueso y sin formas se escondía debajo de un jersey gris con un rasgón en una manga. Sus ojos grises miraban desde una cara cara con demasiada piel y una boca con dos babosas por labios se abría para revelar el destello de una muela de plata.