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La mentora le había dicho:

—Un día me voy a ir y, cuando me reemplaces, ten presente que no puedes recordar nada de lo que hagas. El trabajo no puede venir a casa. Y cuando estés ya muy cansada de trabajar, después de muchos años, tendrás que ir por un aprendiz que te reemplace, para cuando tengas que irte.

Todo eso estaba claro en su cabeza. Ella obedecía, nada más. Sin embargo, ese día después de que su mentora salió, ella decidió hacer algo que tenía prohibido. Asomarse a la ventana era la prohibición más estricta que tenía.

—Si te asomas a la venta, lo vas a lamentar… —le dijo la mentora en una ocasión.

“¿Qué podría ser eso tan terrible que le podía pasar?”, pensó.

Finalmente, si ella no tenía clara la existencia del bien y del mal, ¿qué podría lamentar?

Después de una de sus meditaciones, se puso de pie muy decidida e inició el recorrido de su travesura hacia la ventana.

Su pálida mano tembló un poco antes de correr el cerrojo, y así lentamente la abrió. Aterrada, cerró los ojos. Era la primera vez que veía la luz. Se quedó un rato impávida. Luego, lentamente, los volvió a abrir, y poco a poco se fue acostumbrando a la luz.

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