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Sentía mucho odio, nunca había matado, ni siquiera a un animal. El valor estaba desapareciendo, pero lo debía hacer. Tomé otra pastilla para tranquilizarme.
Dieron las doce de la noche y subí a la habitación procurando no hacer ruido.
Abrí aquella puerta que nunca tenía seguro, quiso rechinar y no lo permití; di un paso evitando tropezar con el casillero, me acerqué a la cama de Sebastián; estaba profundamente dormido, alce mi mano para clavarle el cuchillo, pero no tuve el valor, no pude hacerlo, esos ataques repentinos que te dan de moral no me lo permitía o tal vez el miedo a lo que podría pasar.
No lo pude hacer, me faltó el valor.
Guardé el cuchillo debajo de mi almohada y fui a mi refugio.
En la mañana siguiente la señora que realizaba la limpieza encontró el cuchillo en mi cama e informo la novedad a la directora.
La directora en cuanto se enteró me mandó a llamar.
Entré a su despacho y ella ya estaba lista con un boyero hecho de cuero de vaca.
No me preguntó qué hacía el cuchillo en mi cama ni tampoco me dejó hablar, empezó a golpearme y lo hizo tan fuerte que fui a parar a la enfermería del internado.